La noticia que nadie espera

 

Autora: Dayana Zuluaga Flórez, Psicóloga de Maternidad y Doula, Especialista en Psicología Social

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Llevo años trabajando con mujeres, personas y familias en sus procesos de maternidad y crianza en los primeros años, conociendo de primera mano cada paso y cada momento de la llegada de nuevos seres a este mundo; apoyando la búsqueda de información, orientando la toma de decisiones acertadas, resolviendo las incertidumbres y las dudas, acompañando cada persona hacia la transformación de una nueva familia.

Y en cada acompañamiento, he visto también el miedo a la muerte, a la propia muerte, o a la muerte del bebé que viene en camino, aunque pocas veces es un miedo que se acreciente demasiado, en especial si durante la gestación “todo va bien” y el mundo alrededor fortalece tu confianza en la nueva vida.

La confianza y la esperanza siempre envuelven la ilusión de la maternidad y la paternidad.

Al inicio de mi propia maternidad, tuve miedo (aún lo tengo, debo confesarlo) de morirme demasiado pronto, de no tener tiempo de ver crecer a mi hija, de perderme alguno de sus maravillosos momentos en su crecimiento; esto probablemente porque en mi extensa familia la muerte nos ha tocado la puerta ya varias veces, y he vivido también de cerca tanto las súbitas despedidas como los adioses lentos de un ser querido; pero en ningún momento he pensado en la posibilidad de la muerte de mi propia hija, y no es porque no esté consciente de la fragilidad de la vida, sino más bien porque es el tipo de muerte al que más miedo se le tiene, y tal vez por ello nuestro cerebro bloquea ese pensamiento, ha de ser una cuestión de supervivencia.

Pero hace un tiempo lo viví más de cerca, esa noticia que nadie espera, que nadie se imagina y que sobre todo, nadie quiere: la pérdida de una hija que aún no ha nacido, pero que ya existía en la ilusión de su madre, de su padre, de las abuelas y abuelos, de las tías y tíos, de las primas y primos, de una familia entera; el dolor de esta pérdida tocó a cada persona a su manera, vinieron los porqués, la necesidad de explicación, la búsqueda de la justificación, la preocupación por la nueva familia, las ganas de acompañamiento a esa madre y a ese padre.

Y sí, lamentablemente también llegaron los tratos indignos, la indiferencia, el silencio, la negación del dolor, las absurdas justificaciones, explicaciones no solicitadas que solo mostraron el afán por “pasar la página” y no hablar más del tema.

Y la tristeza llegó para quedarse.

Lo sé porque ya he visto en los ojos de las madres que han perdido a sus hijas/hijos, esa tristeza profunda, una tristeza que con el tiempo tal vez se vuelve tolerable, pero que se instala allí, en eso que llamamos alma; hay gente que dice que perder una hija/hijo no tiene nombre, como sí lo tiene perder una madre/padre, porque es tan doloroso que duele incluso nombrarlo.

Pero hoy quisiera nombrarlo, quisiera visibilizarlo, e invitarles a hacer lo mismo, porque no hablar de ello no nos permite encontrar herramientas ni a las familias, ni a quienes tenemos la vocación, o la labor, de acompañamiento y orientación, para atravesar esta situación tan difícil, que se complejiza en la medida en que no tengamos ni siquiera la información para encontrar la manera acertada de apoyar esta experiencia de pérdida, que sí que tiene nombre: Duelo Gestacional, Perinatal o neonatal.

Un nombre frío, demasiado conceptual a mi modo de ver, sin embargo, al menos es un nombre. Una experiencia que, como muchas otras experiencias humanas, no tiene cómo generalizarse ni cómo estandarizarse; la forma de acompañamiento, las maneras de apoyo dependerán de la situación de cada familia, de cada madre, de cada padre o figura de apoyo.

Y por eso mismo sí que hay que tener algunas consideraciones por parte de quienes acompañamos y orientamos estas experiencias: desde el simple detalle de informar de manera asertiva la noticia de la pérdida, sin ponerle calificativos, sin poner nuestros prejuicios sobre la mesa, pero sobre todo de manera cálida, y sin afanes.

Toda acción debe estar enmarcada en la atención humanizada, ese concepto que aparenta ser novedoso, pero que es tan básico.

Es muy importante validar las emociones, reconociendo que cada persona asimila este tipo de noticias de maneras diferentes, de nada sirve evitarlas, lo que sí sirve evitar son esas frases de cajón que pueden hacer más mal que bien: “Pero al menos no dio tiempo para amarle”, “al menos no fue más adelante”, “ya luego podrás tener otro bebé”… no y no, en casos como estos es mejor callar mucho y tomarse el tiempo sobre todo para escuchar, dar el espacio para hablar, o incluso alejarse para dar espacio, pero sin apatía, sin indiferencia. Estar presentes.

Porque las mujeres, personas y familias que atraviesan una pérdida, necesitan darse tiempo para caer en tan dolorosa realidad, necesitan tiempo para despedirse, darse permiso (o sentirse libres) para dejar fluir las emociones, que bien pueden desbordarse (y cómo imaginar que no) y necesitar compañía por ello, soltar la culpa (si es que aparece), atravesar poco a poco ese duelo; pero lo que en definitiva no necesitan es indiferencia, ni invisibilidad, ni tratos protocolarios que lastimen su sentir. Necesitan, eso sí, mucho apoyo.

Y no puede dárseles apoyo si no se está preparado para entregarlo, si no se tienen herramientas, si no se ha entrenado la empatía, y mucho menos si no se es capaz de conectar con el propio dolor por la pérdida. De eso se trata la humanización, de escucha, de respeto, pero especialmente de conexión con nuestras formas más ancestrales, esas que nos permiten ahondar en la vinculación humana.

 
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